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Instituto Nacional de Rehabilitación Psicofísica del Sur (INAREPS), Mar del Plata, noviembre 2013

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Sergio Gugliotta, contrabajista marplatense, nos relata su recuerdo de ese día:Un puente

Había quedado en pasar a buscar a Guille –nuestro 2° oboe– a la una por la casa.

Lo acomodé en la única plaza libre que me quedaba, ya que las otras dos las ocupa el contrabajo, y salimos a encontrarnos con la ruta 88 bajo el brillante sol del mediodía.

Un poco de ansiedad, comentarios, un solo ensayo el día anterior, medio cortado porque necesitaron el teatro y hubo que terminarlo en otro lado. En fin, más ganas y determinación que orden e infraestructura.

Además, como condimento, era el primer concierto que nos proponíamos en el marco  de “Música para el alma», y lógicamente pretendíamos poner toda la carne al asador.

La idea surgió de Daniel –uno de nuestros trombones- , que dicta una materia en un plan para terminar el secundario dentro del Instituto Nacional de Rehabilitación Psicofísica del Sur (I.NA.RE.P.S.). A este lugar concurren –y algunos están internados– todo tipo de personas con discapacidades físicas y/o psíquicas, para trabajar guiadas por rehabilitadores, con el fin de lograr la mejor calidad de vida posible.

El concierto estaba programado (y anunciado) para las 14 hs. Llegamos temprano y empezamos a armar atriles, sillas, ordenar partituras y ponernos de acuerdo en el orden de las obras.

El lugar era amplio, con un palco donde se acomodaron los vientos, y con las cuerdas armamos un semicírculo en el piso.

Dos de las paredes del salón son una sucesión de ventanas que miran a un extenso parque, y proveen al recinto de una muy buena luz natural.

En la única puerta del lugar (doble), un improvisado portero trataba de convencer a un nutrido grupo de parroquianos, que pugnaban por entrar y ver los instrumentos, de que todavía no era el horario convenido. A pesar del celo que ponía el encargado del acceso por darle un marco ordenado al evento, se produjeron un par de infiltraciones. Entre ellas un muchacho con camisola blanca con todo el aspecto de ser un trabajador del instituto. Se acercó y se mostró muy interesado en observar y escuchar el contrabajo. Tanto que se lo puse en las manos y probó de hacerlo sonar. Esta cercanía, después de enterarme que se llamaba Daniel, me dio pie para preguntarle si hacía mucho que trabajaba ahí, porque tuvimos un compañero cornista muy querido –Carlos Bortolotto, que ya no está entre nosotros– que fue asiduo concurrente del lugar para tratar una vieja discapacidad. Me contestó que “cómo no lo iba a conocer si él estaba allí desde los 9 años»  (ahora ronda los 50).  Habían sido muy amigos. Entonces comprendí que Daniel había ido cambiando el rol con los años: de ser ayudado, terminó ayudando a otros a vivir mejor.

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Con cada músico que entraba se filtraba algún impaciente más. El portero ya alzaba la voz de a ratos.

En eso cae Sabrina (fagot) con unos sombreritos de todos colores y un par de anteojos super grandes. Dijo que eran para hacer un homenaje. No entendí. Daniel, el organizador, le dijo: “yo lo hago». No había tiempo de preguntar. Todavía teníamos que poner el orden de los temas en el atril,  y el portero a estas alturas abría los brazos y su cara había cambiado de color.

A todas luces comprendimos que sería imposible probar alguna cosa antes de empezar.  Así que sin más vueltas nos pusimos los sombreritos, y le hicimos un guiño al abnegado encargado de la puerta, que de cualquier manera ya estaba siendo desbordado por un tropel de muletas y sillas de ruedas, mezcladas con risas y comentarios altisonantes.

Comenzamos con la “Pequeña serenata nocturna» de Mozart, con una respuesta muy calurosa.

A todo esto, yo esperaba ver una señora conocida (Graciela), que trabaja en el I.NA.RE.P.S haciendo rehabilitación, que me había asegurado que iba a estar con alguno de sus pacientes. Pero por más que recorría el recinto con la vista, que a esta altura estaba atiborrado, con las puertas abiertas y mucha gente en la galería exterior, no lograba verla. Evidentemente no estaba.

Se interpretaron varias cosas con formaciones parciales. Como una versión de “La guerra de las galaxias» para fagot y tuba; un arreglo de “Mi Buenos Aires querido» para contrabajo y fagot; el tema de la película “La misión» para oboe y cuerdas, el “Ovlibion» de Piazzola para la misma formación.  Los trombones tocaron un blues y Mariano (trombón bajo) tocó el “Bombón asesino» que hizo estallar a la tribuna.

Se tocaron otras cosas que mi memoria las esconde tras la fuerza del encuentro.

Cuando el concierto estaba llegando a su climax, veo que la gente de la puerta se abre y aparece Graciela empujando una cama . ¡Sí!, ¡una cama de hospital!, de esas con ruedas que hay en las habitaciones. La empujó pidiendo permiso mientras tocábamos y la colocó en el escaso espacio que quedaba entre los músicos y el público.

En la cama había una chica muy joven (no podría precisar la edad, pero sí que se llamaba Luján), con la mirada perdida en el techo.

Como pudimos, con esas cosas que se agolpan en la garganta y esas otras que cuelgan de los ojos, seguimos tocando.

Entonces vimos algo que ninguno de nosotros va a olvidar. En pocos minutos la música fue dirigiendo y cambiando esa mirada hasta desembocar en una sonrisa radiante de disfrute y agradecimiento.

Graciela se acercaba a cada rato y la acariciaba.

Poco antes de que termine el concierto se llevó a otra Luján en la misma cama.

Para esto, se iba acercando el final y llegaba el momento del intrigante homenaje. Fue entonces cuando Daniel anunció que para terminar íbamos a interpretar una canción en conmemoración de un grande del humor que nos acaba de dejar: Juan Carlos Calabró. Y sin decir más, se calzó los anteojos gigantes, dijo 3,4, y salimos tocando y el público cantando:

“Qué alegría, qué alegría,
olé, olé, olá,
vamos flaco todavía,
que estás para ganar.»

Y ante el asombro de todos los compañeros, el sr. profesor acompañaba la música con el consabido “pasito» de Jonhy Tolengo.

Cuando dijimos que era todo, una mezcla de “otras» y ruidos de muletas y fierrerío generalizado, nos sugirió que hiciéramos un par de bises, mientras, por lo bajo, nos decía una profesional del lugar: “Ustedes no saben dónde se metieron».

Después de la yapa, y ya desarmados un par de atriles para que no haya dudas, “¡fotos! , ¡fotos!» ,se escuchó. En seguida nos acomodamos y lo llamé a Daniel, el que había tocado el contrabajo y se lo puse en la mano.  “!Ché, no tapen al contrabajista!».  Y salió en  la foto con una sonrisa de oreja a oreja.

Salimos a la explanada con Guille. El sol entibiaba el aire de la siesta. Subimos el bajo y entramos al auto. Sentí que no tenía ningún apuro. Y me atravesó una certeza: que no había que ir lejos para llegar a algún lado.

Mar del plata, diciembre de 2013

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